De día el aire roza levemente las hojas de los
árboles, mueve sus ramas bajo el influjo de una secreta música y esparce su
fragancia por el valle. Y el agua del río, en el recodo, golpea siempre contra
la misma piedra, se derrama después sobre las algas, que, en lenta danza, se
despliegan hacia un lado de la orilla. Siempre: siempre la misma agua, contra
la misma piedra, sobre las mismas algas, hacia la misma orilla.
Piedra tenaz, inconmovible, a la que no hacen
mella tantos golpes de agua. En su rugosa superficie brilla a veces el color
rojo de la sangre recién derramada. Es solo un espejismo que nuevamente el
agua, al transitar su superficie, borra formando dibujos de trazos rectilíneos.
Es una piedra ocre, con formas puntiagudas, cuya soberbia no ha podido ser
abatida; que amenaza, que espera quieta, para horadar la carne descuidada, la
temeraria pasión que se aventura en busca del amor.
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